24 marzo 2020 3:21 pm

Cuaderno de Bitácora, Día 12 de Cuarentena

Las emociones empiezan a tomar forma, después de días de surfear el tsunami emocional que ha destruido el suelo sobre el que me asentaba, el huracán que ha derribado las paredes que creía me protegían…., cuando consigo poner en palabras todo el sin sentido de este terremoto, de esta bofetada que nos (me) ha pillado de frente, un suspiro profundo de aire fresco me llena, finalmente, los pulmones.

Las olas de rabia, de miedo y de tristeza siguen acariciando la superficie de esta realidad que me, nos, rodea, y sin embargo, mientras me mantengo sobre la tabla de una cierta cordura, llego a sentir la calma bajo las olas.

Cuando por fin he conseguido aceptar lo que está pasando, cuando la rabia ha pasado a ser una llama pequeñita que me sirve para iluminar los caminos a evitar en este viaje inesperado de aprendizajes, sufrimiento y primeras veces, cuando he podido poner en palabras las emociones, he empezado a ser capaz de tolerarlas, de observarlas y dejarlas pasar sin que me arrastren con ellas.

La rabia, la tristeza y sobre todo el miedo me han mantenido atenazada impidiéndome respirar, ni siquiera pensar con claridad.

Ahora, hoy, aquí, las acepto y no las juzgo, las observo y las dejo pasar, hasta que vuelvan y empiece todo de nuevo.

La admisión de mi vulnerabilidad, me ayuda a reconciliarme con la culpa, esa que me susurra “deberías relajarte, deberías pensar en positivo, deberías…”, cuando he conseguido parar la imagen y el susurro, y aceptar que no “debería” nada, que lo que ocurre, simplemente está pasando y que en mi imperfección y vulnerabilidad todo lo que se espera de mi es que observe y viva el momento, y que las emociones me sirvan para iluminar lo importante.

La rabia me muestra la impotencia y el descontrol que siento ante lo que está pasando, me muestra lo poco que necesito controlar, y también, lo mucho que puedo gestionar, al asentarme en el aquí y en el hoy, en ese momento presente de agradecimiento inmenso ante la salud física, ante la protección que las paredes de casa me proporciona, de reconocer la nevera llena y las necesidad básicas cubiertas.

La rabia también ilumina la tendencia de irme al juicio, a culpabilizar a algo o a alguien para con ello tratar de controlar lo incontrolable. Al reconocerme en esa rabia ya voy siendo capaz de gestionar todo aquello que me empuja hacia esa crítica que no me lleva a nada más que a avivar una llama que no da calor y que sin embargo quema.

La tristeza y el miedo aparecen entrelazados a veces de una manera que me confunde y a la vez  me coloca frente a esta realidad que me (nos) está tocando vivir.

La observación de esa tristeza me ha regalado momentos de agradecimiento, me ha devuelto la consciencia (despistada sólo a veces, en las prisas de esa existencia que parece otra y tan lejana), de la riqueza de mi vida antes de que todo esto comenzara.

La tristeza alumbra aquello que ahora y aquí he perdido, y sin embargo, también me regala una de las pocas certezas que en este momento puedo aceptar, el reconocimiento de que esos pilares vitales que atesoraban mi día a día y que ahora he perdido, volverán cuando todo esto termine…

Las carreras que terminan en un abrazo sentido, largo y fuerte de mis sobrinos, su risa libre y contagiosa, sana y en crecimiento… los besos, los abrazos, la caricia suave, a veces robada, siempre íntima, con los seres queridos. La liviandad de un gesto, de una palmada, de un guiño inocente… el contacto físico ese que hemos dado tantas y tantas veces por supuesto y que ahora las circunstancias lo visten de excepcional e imposible, de lujo sólo al alcance de aquellos afortunados liberados de la sombra larga y oscura de un bichito que nos acecha sin hacer distinciones.

El miedo, la palabra en si, desnuda del peso de su significado, cubre de cierta oscuridad la luz de la consciencia…

EL miedo al miedo, el miedo a lo desconocido, a las primeras veces, a sentirnos vulnerables y desnudos, el miedo al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte, el miedo a la soledad, a no ser capaces, a no estar a la altura, a perder el trabajo, el miedo al juicio, al propio, siempre duro y falto de misericordia, el miedo al miedo… el miedo a la invalidez emocional, a la falta de armadura que nos haga sentir invencibles… Y ese miedo,  al mirarlo de frente, al sentarme a su lado, me muestra las paredes de arena que creía protegían mi existencia. Una coraza irreal, volátil y débil, y sin embargo, el miedo también me ha enseñado a detener el tiempo y a saber regalarme minutos eternos en los que bajarme de la noria del drama y del espectáculo fantasmagórico que alimentan unos cuantos, aquellos que todavía piensan que lo que viene de fuera levanta defensas que nos protegerán de lo que sea.

Si algo estoy aprendiendo es que no necesitamos paredes que nos protejan, que el suelo bajo nuestros pies puede evaporarse y de hecho, desaparece y sin embargo, cerrando los ojos, podemos ser capaces de parar el tiempo y asentarnos en esta nuestra realidad.

Estos días los pilares que me mantienen son la gestión de la información que dejo que me llegue, la admisión de que las certezas, pocas, vienen de dentro y que las expectativas surgen consensuadas con mi nueva realidad, la gestión de mi Yo aquí y ahora, entre las cuatro paredes que me cobijan.

La evidencia de que hoy, aquí y ahora, en el santuario de estas cuatro parades, el encierro es un triunfo, es un día más ganado al bicho. La certeza de que el tiempo y el espacio se expanden a placer en la infinidad de nuestro interior, que los amaneceres y puestas de sol están en nosotros, con su brisa fresca y olor a tierra húmeda, que podemos elegir pensar en posibles escenarios catastróficos o en circunstancias iluminadas por el sol, bañadas por la lluvia, con el sonido de los pájaros cantando, y del viento acariciando el horizonte.

Estas últimas horas me han demostrado que la calma la tengo yo.

He aprendido y estoy reconociendo, que mi sensibilidad, tan a flor de piel estos días, con tantas lágrimas descontroladas,  no es un defecto, si no un súper poder que me permite hacerme fuerte en la vulnerabilidad y la imperfección de mi persona.

Acepto y hago mía la montaña rusa emocional, esa gestión que aquí y hoy estoy siendo capaz de llevar a cabo. No hay juicio, hay admisión y compromiso, hay perdón y también amor. Hacia mi persona, hacia mis errores y mis juicios, hacia mis altibajos y los del otro, los de aquel, que como yo, con sus circunstancias, está viviendo una historia probablemente nunca imaginada.

Para poder seguir adelante me regalo el perdón y el amor que necesito, el que me ayuda a levantarme de nuevo, un día más, otro día ganado al bicho.

La gratitud que siento hacia todos aquellos que olvidando idearios, colores y orígenes están dando más de lo que tienen, su trabajo, su salud, su tiempo su cariño y su gestión en pos de un bien común, de una mejora colectiva. Héroes anónimos que me sirven de espejo, de referente, de faro hacia el que mirar.

Y cuando aparece la rabia, casi siempre pegada a este reconocimiento a todos esos héroes anónimos, cuando la rabia que siento ante los que no están dando un paso hacia delante, ante los que se esconden bajo palabras vacías, excusas baratas, soliloquios eternos en pos de un tedio que nos engañe con una o calma irreal y traicionera … cuando la rabia aparece, me abrazo al amor, a ese que escondido tras la puerta me mira y sonríe tímidamente y le susurro que se quede, que me sostenga, que me empuje hacia la ventana para así poder observar la luz de todos los que cada día iluminan con su generosidad, con su valentía, con sus miedos gestionados, con sus acciones, pequeñas y grandes, con su compañía, el sinsentido que estamos viviendo.

Y por eso aplaudo cada día a las 8, por ellos, enormes héroes anónimos… sanitarios, policía, guardia civil, ejército, personal de limpieza, farmacias, personal de los supermercados, iniciativas privadas que consiguen provisiones, mascarillas, trajes y alimentos… y también aplaudo por nosotros, por todos los que desde la casuística de cada uno, nos levantamos y gestionamos, sufrimos y nos emocionamos. Aplaudo a las madres, a los padres  a todos los que cuidan, distraen, enseñan y acompañan a los niños pequeños, aplaudo a los jóvenes que inventan, que se mueven, que acompañan a los que están solos, a los que más lo necesitan, aplaudo a los niños, que un su encierro, tan contra natura, encuentran distracciones e iluminan con su inocencia y generosidad los nubarrones de los mayores, aplaudo y desde el aplauso me encuentro con el vecino, con la señora mayor que desde el último piso de la casa de enfrente me saluda, sonríe y me emociona, me reconcilia con el género humano, con la fuerza de la comunidad, con la resiliencia individual.

 

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    María San Román Riveiro

    Coach Personal y Ejecutiva. Especializada en Adolescentes y Familia.
    EEC (Escuela Europea de Coaching).
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    Licenciada en Derecho, Escritora y Guionista.

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